jueves, 28 de julio de 2011

El ferry a Cozumel


Un inconfundible olor a combustible quemado emerge desde la sala de máquinas hasta llegar a cubierta. Es un olorcillo aún suave, discreto. Que poco a poco se va expandiendo a sus anchas hasta mezclarse sin complejos con la brisa salada que acaricia la mañana. Desde estribor, mirando hacia Playacar, respiro hondo con los ojos cerrados y sonrío. El aroma a diesel desparramado y a agua marina estancada en un rincón de la dársena me devuelve varios veranos atrás, cuando –con pantaloncitos cortos, chancletas de algún súper héroe de moda, banqueta, cubo rojo con un poco de agua, y una caña pequeñita regalo de mi abuelo- acompañaba a mi padre a pescar en el Puerto de Mazarrón, siempre ambos en silencio observando por encima del faro el lento amanecer anaranjado, y sin perder de vista ni por un segundo aquella boya de corcho que flotaba sin inmutarse sobre la superficie serena de ese mar sabio y a veces bravo llamado Mediterráneo.

El reloj del muelle marca que faltan catorce minutos para las diez en punto. El día, aunque no sea novedad por estas latitudes caribeñas, despertó caluroso. Húmedo hasta el hastío y con los rayos de sol cayendo, a plomo, prácticamente en perpendicular sobre los parroquianos que hacen cola para comprar tacos de cochinita pibil en alguno de los puestecitos ambulantes que hay en los alrededores del inicio de la Quinta Avenida, entre la central de autobuses y la Capilla Nuestra Señora del Carmen. A lo lejos, como flotando en el aire, veo un par de gaviotas de plumaje blanco, mechones grises y pico anaranjado dejándose llevar por el viento, planeando sin mover las alas conservando el equilibrio, mientras que en la planta de los pies comienzo a sentir un cosquilleo fruto del ronroneo de los motores aumentando las revoluciones. Allá abajo, me digo a mí mismo, tras la puerta que suele advertir algo así como "entrada prohibida a todo personal ajeno", un par de marineros de esos de toda la vida, de rostro serio, tez tostada por el sol y la salitre, y manos agrietadas por la faena en la mar, deben haber empezado a hacer su trabajo, moviendo palancas aquí y allá, tal vez checando manómetros, y esperando cualquier orden del patrón que esta mañana de cielo despejado sobre Playa del Carmen gobierna el 'México III' con destino a la isla de Cozumel.

Son las diez. El último pasajero que subió trastabillando por la escalerilla metálica ya está a bordo. Trae cara de susto, pienso. Desde mi sitio lo veo dar tumbos de borracho trasnochado de un lado a otro; la escena, lo admito, tiene su chiste, aunque imagino que maldita la gracia que le hará a aquel tipo que abría las piernas un poco más de la cuenta en un intento por ganar confianza ante el balanceo del barco, y sujetaba fuertemente con una mano la cámara de fotos que apoyaba contra la axila, mientras con la otra intentaba aferrarse a lo que fuera para no acabar con toda su larga fisionomía de turista de piel lechosa desparramada por los suelos. Tras la escena soltamos amarras y los gruesos neumáticos protectores amarrados al borde del muelle recuperan aliviados su forma original. Muy despacio, el Ferry inicia las maniobras para darse la vuelta sobre sí mismo y poner rumbo al norte. Debajo de la línea de flotación, el ronroneo del motor carburando combustible da paso a un sonoro rugido que mueve con alegría un par de hélices que levantan espuma de manera aparatosa. La costa queda ahora al sur y la observo, a pesar de la prohibición de la señorita con el uniforme de la naviera, de pie y apoyado en una baranda amarilla algo oxidada, desde la popa, donde una banderita de México se agita con violencia y bocanadas de aire húmedo cargado de sal me mojan la cara mientras veo cómo los cocoteros de la orilla de la playa se confunden en una masa verde y las plácidas aguas turquesas que lamen la orilla de arena fina se van oscureciendo a medida que nos adentramos, lentamente, en el misterioso mar abierto.



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