viernes, 21 de febrero de 2014

¡Ay Veracruz!



“Tantos siglos, tantos mundos, tanto mar… y coincidir” 


UN PAR DE MULATOS miran al público sobre el escenario con una sonrisa adiestrada que les llega hasta las orejas. Sus manos curtidas y de dedos que parecen largos cigarros Cohiba golpean una y otra vez unos bongos con forma de bellota y decorados con la bandera de Puerto Rico. 

El ritmo es frenético. 

Contagioso. 

Para-para-pará-¡¡¡pam!!! 

Para-ra-ra-ra-rá… 

En la barra anclada sobre un discreto rincón, los tipos con cara de galán y pelo engominado fuman con parsimonia un cigarrillo, mientras acodados con chulería juguetean con un encendedor entre los dedos y estudian en silencio todo cuanto sucede a su alrededor. 

Y ahí estoy yo; con un ron entre las manos de la República Dominicana aderezado con una brisa de soda, un chorro de lima exprimida, unos granos de café y mucho hielo picado, y mirando con curiosidad de forastero a ese puertorriqueño de frondoso bigote y camisa estrafalaria que no para de moverse sobre el escenario, acompañado por un par de viejos vestidos con guayabera blanca y un sombrero tipo Panamá que se llevan las trompetas a la boca y, rojos por el esfuerzo, lanzan un aullido que prende a todo el local. 

Ya son casi las cuatro de la madrugada, observo mi reloj. Y el calor de la noche en el Puerto de Veracruz comienza a calarme la espalda. 

El barman, un cubano silencioso de uniforme negro impecable y al que todos por aquí llamamos Willie, se percata de que mi copa ya está en las últimas, y sin mediar palabra toma de la estantería una botella de color marrón añejo que lanza al aire en una pirueta acrobática para despacharme otro ron con toda la parafernalia. 

“¡Servido señor!”. 

Le agradezco la atención con un billete doblado en su bolsillo, y paseo a continuación la mirada por la pista de luces estridentes en la que las parejas bailan sensuales, con movimientos subidos de tono, quebradas imposibles y una furibunda pasión latina. 

A pesar de los tragos y la buena música, la madrugada transcurre algo tediosa; hasta que Willie –ese canalla cubano- me hace un gesto con la barbilla apuntando a una esquina mal iluminada de la zona de mesas, y a través de las caprichosas formas que dibuja el humo de los cigarros adivino a una mujer que en un gesto eléctrico y travieso descruza las piernas acaparando mi atención. 

Pensativo, me llevo la copa a los labios. 

El sabor dulzón del ron dominicano me hace cosquillas en la garganta y me susurra con descaro cosas al oído. 

A lo lejos, observo de nuevo, la mujer se pone de pie sobre unos elegantes zapatos de tacón, y con movimientos felinos comienza a caminar muy despacio; dedicando a derecha e izquierda miradas gélidas a los tipos que, en vano, la colman de promesas. 

Sonrío ante la escena. “No va a estar fácil”, me digo. Miro el reloj –aún tengo tiempo antes del amanecer- y de un trago despacho el resto de la copa; doblo muy lentamente los puños de la camisa sobre los codos, y emprendo la travesía sin retorno al centro de la pista. 

Sobre el escenario, las trompetas rugen de nuevo. 



****




 
DEBAJO DEL ELEGANTE vestido negro que le dibuja las formas y le deja al descubierto los hombros firmes y marcados, unas prominentes caderas se mecen con la sensualidad propia de quien lleva el fuego en la sangre. 

Sus ojos negros y algo rasgados me sostienen la mirada en una mezcla de indiferencia y desafío que me desarma por completo. 

“No hay vuelta atrás”, me armo de valor. 

“Sé que tú no quieres que yo a ti te quiera –comienza a cantar el puertorriqueño acompañado por el ritmo de los bongos y el aullido de las trompetas-. Siempre tú a mí, me esquivas de alguna manera…”. 

Luego varios temas interpretados por La Guaracha Cachondea, Procura coquetearme más, Detalles, No le pegue a la negra…- en la que ambos nos miramos de manera intermitente y a la distancia, la mujer al fin sostiene la mano que le tiendo y, en una mínima concesión, acepta que le pase con suavidad el brazo derecho por la cintura, atrayéndola a mi terreno. 

Sus pies, compruebo al tratar en vano de seguirle el ritmo, se mueven con soltura y de forma natural arriba de los zapatos de tacón. 

Con pasos rápidos y precisos, al son que le imponen esas caderas que se agitan alegres bajo la suave tela del vestido. Mientras, yo intento no hacer demasiado el ridículo con mis movimientos torpes y desafinados, y de cuando en cuando le alzo el brazo derecho para darle una media vuelta, a lo que, por primera vez, ella contesta con algo parecido a una sonrisa en los labios. 

“¿Cómo te llamas?” –le insisto un par de veces al oído en uno de esos giros en los que su espalda queda apoyada contra mi pecho, y el aroma a vainilla que emana su piel me endulza los sentidos-. 

Pero ella no contesta y sigue a lo suyo, como si nada: para, para, pá… bailando durante minutos –tal vez fueron horas- con ese toque de divertida provocación, acercando por sorpresa su boca entreabierta a la mía y batiéndose de inmediato en retirada, siempre con el control de la distancia entre ambos bajo su mando. 

Miro con disimulo el reloj y comienzo a dar por perdido el asunto. 

“Voy a perder esos ojos negros”, me digo intuyendo que afuera, sobre las aguas verduzcas y con un fuerte olor a sal concentrada del malecón, los primeros rayos del sol deben de estar terminando de hacer lo suyo, imponiéndose, una vez más, a la madrugada calurosa y constelada del Puerto.

“¡Ay Veracruz!”, grita por última vez el puertorriqueño, que despide uno a uno a toda la orquesta sobre el escenario, dando por terminado el show que no volverá hasta que caiga de nuevo la noche. 

En unos minutos la pista se queda desierta. Los meseros, ansiosos por largarse de regreso a sus vidas, comienzan a colocar rápidamente las sillas sobre las mesas para reclamo de los últimos borrachos, cierran la barra –Willie se despide en silencio con una una sonrisa torcida, el muy canalla-, y encienden unos enormes focos que cambian por completo la estética del local. 

Dejo la copa de ron con los hielos desechos en la bandeja de uno de los camareros que por allí pasa, y con determinación la tomo de la mano.

“¿Te gustaría dar un paseo por la playa?”. 





 **** 

AFUERA, la mañana aún no se ha instalado por completo. El sol todavía luce bajo y del mar llega una ráfaga de aire húmedo y cargado de sal que arrastra consigo una agradable sensación de frió. Caminamos por el paseo marítimo. En silencio, observando a los enormes buques de carga repletos de contenedores abrirse paso hasta esquivar el faro de la Isla de los Sacrificios. Por primera vez se muestra relajada, con la guardia algo distraída. 

En un punto del malecón se detiene y observa pensativa a un viejillo que pasea descalzo por la playa con una bolsa repleta de pescado. Le acaricio la mano y la atraigo a mi hombro para cubrirla de la brisa que le eriza la piel. Con la cabeza apoyada en mí, sus ojos negros –ay esos ojos- me miran fijamente pero esta vez serios y directos, sin sutilezas. “El juego se ha acabado”, pienso mientras, muy despacio, acerco la boca a sus labios. Pero en un gesto natural, nada brusco, ella apoya con suavidad su nariz sobre la mía para retener el destino, y sonríe escabulléndose nuevamente. 

“Lyzbeth -dice ante mi sorpesa rompiendo el silencio que se había instalado entre los dos-. Me llamo Lyzbeth”. Y tras permanecer unos segundos mirando cómo las olas del mar lamen con desgana las escarbadas rocas del malecón, comienza a caminar de nuevo con esas maneras felinas por el paseo marítimo, dejando tras de sí una estela con olor a vainilla y el sonido de los tacones golpeando el suelo. 

“Lyzbeth”, repito en un susurro. Y determinado a continuar con esta travesía sin retorno –tantos siglos, tantos mundos, tantos mares… y coincidir-, emprendo una vez más la marcha en su búsqueda. 

Sobre el espejo del mar, el sol ya lo inunda todo.



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