domingo, 1 de septiembre de 2013

Aquellos maravillosos barcos (posdata y epílogo)





De todas las criaturas vivas de la tierra y el mar, son los barcos las únicas a las que no se puede engañar con pretensiones vanas, las únicas que no consentirán malas artes por parte de sus amos.

Joseph Conrad, El espejo del mar




EN EL MES de marzo de 2013 regresé, ya con 31 años cumplidos, al puerto de Mazarrón. Fui con mi mujer Lyzbeth de vacaciones tras varios años por tierras mexicanas, y le pedí a mis padres que fuéramos a comer a algunos de los bares que están junto al puerto deportivo. 

En lo que hace años fue la terraza del bar El Pescador –nunca olvidaré ese olor a sardina asada- pedimos unos calamares a la romana, una fuente colmada de ‘friturías’, y tras el café asiático de rigor caminamos por entre las callejuelas del casco antiguo del puerto donde, tiempo atrás, mis padres alquilaban en el mes de julio una casa junto a mis tíos y mis primos. 


“¿Te acuerdas? –comentamos-. En ese edificio estaba antes el cine Avenida –primero al que fui con mi primo a ver una película de Almodóvar, la cual claramente no era recomendable para nuestra edad-. Y allí está la casa del estanco, y un poco más allá el viejo Acuario, ¿y qué habrá sido del Hostal Madrid?”. 

Luego de varios minutos bajo el fresco del mes de marzo llegamos a la lonja de pescado, que a esa hora de la tarde estaba desierta. Curioseamos un rato con la esperanza de ver alguno de los lejanos barcos de mi memoria, pero sólo encontramos una tosca embarcación naranja de rescate marírtimo, y ya casi al final de la dársena, junto a las instalaciones del nuevo astillero, permanecía amarrado a un noray el Pedro y María, otro barco de arrastre.

No lo dije, pero me llevé una pequeña desilusión. Claro, sabía era muy difícil que encontrara al viejo Cabo la Nao fondeado en las mismas aguas aceitosas de años atrás. Sin embargo, supongo que sí albergaba cierta esperanza de poder verlo de nuevo por allí, con su tripulación a bordo limpiando con una manguera la cubierta, las redes ya dispuestas para la faena, y esa proa afilada que, como decían los marineros en la vieja taberna El Puerto, desgarraba las olas del mar a toda velocidad.





Puerto deportivo de Mazarrón




Playa del Puerto



Espigón y Faro Manuel Acosta



Lyzbeth, en el cerro del Cristo del Sagrado Corazón

             

-Hijo, esto ya no es lo que era…

Mi padre, que estaba parado junto a mí con ambas manos metidas en los bolsillos del abrigo, pareció adivinar lo que estaba pensando.

-Aquí ya no se pesca –una ráfaga de aire frío cargada de un fuerte olor a combustible le había levantado ligeramente los cabellos grises-. Lo han dejado todo limpio.
  
En la lonja pasamos varios minutos sin pronunciar palabra, hasta que mi padre me hizo un gesto con la cabeza apuntando a lo lejos con la barbilla.

-¿Quieres que subamos al espigón?

El graznido de unas gaviotas que revoloteaban inquietas nos acompañó hasta llegar a la gasolinera del puerto. 

A diferencia de mis recuerdos, cuando mi primo Francisco y yo nos sentábamos allí a pescar bajo un toldo y a escuchar la música que salía del pequeño radio que ponía muy bajito el encargado del surtidor, la minúscula oficina de la gasolinera estaba cerrada, y nadie aprovechaba la sombra para pasar el rato lanzando la caña.  

Muy cerca de allí, a un pasos de donde se encontraba un viejo pescador de cara tostada que remendaba solitario unas redes, un enorme buque de pintura desconchada golpeaba una y otra vez la pared de la dársena, deformando los neumáticos que hacían las veces de defensas con cada embiste contra el hormigón del muelle. 

Era el Nancy II –leí en la popa-, una nave de bandera holandesa por cuya cubierta, entre tenderetes de ropas que se secaban al sol y que de vez en cuando se bamboleaban violentamente con las impredecibles ráfagas de viento, asomaban un par de jóvenes marineros rubios que vestían gruesos jerseys de lana y cuello de tortuga, los cuales observaban en silencio y con una expresión algo cansada a aquel viejo de pelo blanco que, anclado a tierra firme, se dedicaba a lo suyo con un cigarrillo a medio consumir colgándole de la comisura de los labios.




El Nancy II



El Nancy II


Faro Manuel Acosta


ERAN YA CASI las cuatro de la tarde, vi por mi reloj.  


Llegamos al final del camino dejando atrás montones de redes cubiertas con lonas que desprendían un fuerte olor a pescado rancio –me acordé de aquellos contenedores repletos de cabezas de pez espada pudriéndose al sol-, y comenzamos a escalar, tal y como hacíamos tantos veranos atrás, las piedras que nos llevaron, al fin, hasta la cima de aquella barrera maciza con forma de ele kilométrica. 

Una vez arriba, una fuerte ventisca que rizaba las aguas azul profundo y las hacía chocar furiosas contra el dique nos recibió con un silvido en los oídos.

Respiré hondo.

A pesar de los años, la imagen era la misma que conservaba en mi memoria: un mar viejo que se extendía en una panorámica sin principio ni final, interrumpida únicamente por unas lejanas lenguas de tierra al otro lado de la Bahía. Tan sólo el Faro Manuel Acosta y la estatua del Cristo del Sagrado Corazón, que desde lo alto de un cerro abre sus brazos hacia el puerto -en una pose similar al de Río de Janeiro-, se veían sobre aquella piedra algo más pequeños de lo que recordaba. 

Allí pasamos un rato, tal vez cinco o diez minutos. Comentamos casi a gritos por el ruido del viento algunos recuerdos de cuando íbamos a pescar juntos, y tras otro breve silencio escuchando el relajante golpeteo de las olas con las rocas, mi padre me hizo otro gesto con la cabeza.  

-Hay que regresar –metió ambas manos en los bolsillos otra vez para protegerse del frío-. Nos están esperando. 

Asentí con la cabeza, comencé a emprender el camino de vuelta y, antes de bajar del espigón, eché un último vistazo a la Bahía. 

A lo lejos, casi en la línea donde se funde el horizonte con el Mediterráneo, un barco pesquero se abría paso cortando las aguas con su afilada proa, seguido por un enjambre de gaviotas, y dejando tras de sí un largo reguero de espuma salada.

No supe si aquel pesquero era el viejo Cabo la Nao, o si tal vez se trataba del Yolanda, o el Punta Antinas. Pero por un instante, aquéllos maravillosos barcos de mi infancia navegaban de nuevo por mi memoria.



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Marinero remendando las artes de pesca



 Cristo del Sagrado Corazón, Puerto de Mazarrón


EPÍLOGO

En el momento de escribir estas líneas me encontraba nuevamente a un océano de distancia del Puerto de Mazarrón. El recuerdo y la añoranza de verano mundialista de Italia 90 me llevó hasta Google en busca de alguna pista. Sin embargo, tal y como esperaba, no obtuve nada tras numerosos intentos –cuando aquellas embarcaciones surcaban el Mediterráneo Internet aún sonaba a ciencia ficción-. 

Ya eran más de las dos y media de la madrugada en la templada noche de la capital mexicana, y estaba dispuesto a cerrar el artículo sobre la historia del Cabo la Nao y el Salvador, cuando –debí haber empezado por ahí- encontré en la web del Ministerio de Agricultura y Pesca de España un censo de embarcaciones. 

No sabía la matrícula del barco, claro. Pero sí el nombre. 

Lo escribí en el espacio en blanco y… ¡bingo!. Ahí estaba. Con todo y foto.  

El Cabo la Nao, según la ficha técnica del Ministerio, fue puesto a flote por primera vez un lejano 27 de abril de 1965 –era más veterano de lo que imaginaba-, sí tenía un motor de doscientos caballos de potencia –los entendíos de la taberna no exageraban-, su base era el Puerto de Mazarrón, y tenía una dimensión total de veinte metros de eslora. 


Lo triste llegó segundos después, cuando entre los múltiples datos de la ficha leí que el barco imperial de mi memoria había dejado de navegar un 20 de febrero de 2007. El motivo… hundimiento por vía de agua. 

Aquello me dejó pensativo y preguntándome por la suerte de la tripulación. 

“Esta vez el Salvador no lo pudo traer de vuelta al puerto –me dije recordando la historia que nos contó a mí y a mi primo el hijo de marinero-. Pero ojalá que, como en aquel relato tal vez inventado, otro barco valiente llegara también a tiempo para traer a todos los marineros de vuelta a casa”.

En lo que respecta al Cabo la Nao, a diferencia del Salvador que terminó sus días lejos del mar y pudriéndose bajo el sol, tuvo un buen final. El mejor, tal vez, que un barco podría desear tras cuarenta años navegando.





El Cabo la Nao. Imagen del censo de embarcaciones del Ministerio de Agricultura.